Según cuenta la leyenda, Sol y Luna eran las personas más opuestas que había sobre la tierra, pero tenían algo en común, haber nacido el mismo día y a la misma hora, y esto, aunque parezca que no tiene importancia, fue lo que marcó sus vidas, porque fueron las estrellas las que escribieron sus destinos.
Sol era el hijo esperado y deseado del jefe de la tribu Nan-ka y por tanto tuvo una infancia muy cuidada. Siempre estuvo rodeado de los ancianos de la tribu, los cuales le fueron educando para ser el sucesor. Sol era disciplinado, obediente, dócil, sabía cuál era su destino y lo aceptaba, había desarrollado grandes cualidades y desde pequeño su pueblo lo quería y mimaba.
Luna era la hija pequeña de una gran familia de la tribu Tan-ka, creció rodeada de sus hermanos y la única disciplina que conoció fue la que ella misma se impuso, es decir, ninguna. Luna pasó su infancia jugando en el bosque, aprendiendo sus secretos, conociendo los animales y las plantas, sabía imitar el canto de los lobos, sus amigos preferidos, con los que había llegado a tener una estrecha relación puesto que pasaba largas horas en el bosque con ellos, observándolos, aprendiendo sus costumbres, jugando con los más pequeños.
La Tribu Nan-ka era la más poderosa de todo el territorio. Eran guerreros y cazadores por excelencia, eran fuertes e inteligentes y todas las demás tribus les respetaban.
Varias veces al año el Consejo, formado por los hombres y mujeres más sabios de cada tribu, se juntaban para hablar e intercambiar los descubrimientos, compartir las preocupaciones, y buscar soluciones a los problemas de unos u otros o de todos, porque algunas cosas que sucedían les afectaban a todos por igual.
Pero en las reuniones no sólo se hablaba del presente y del futuro, también había un tiempo, al principio de cada reunión, en la que un representante de cada tribu recordaba los errores del pasado, un pasado lleno de guerras, de egoísmo, de ignorancia, un pasado que casi les lleva a la destrucción total, y que no querían olvidar porque todos sabían que el tiempo es un todo, que el pasado condiciona el presente y el presente construye el futuro.
Habían aprendido la lección, por eso ahora cuidaban lo más sagrado y precioso que poseían, la unidad. La unidad entre las tribus, el respeto a cada una, a sus costumbres, a sus creencias. La unidad con la tierra, con los animales, con la vida que les rodeaba. Sabían que todos, tierra, animales y hombres, formaban parte de una gran red y que sólo si se cuidaba la red existiría futuro.
Y para que esa unidad se fortaleciese, varias veces al año las tribus, al completo, se juntaban. Eran días que todos esperaban con ilusión. Fue en uno de esos encuentros donde los jóvenes Sol y Luna se conocieron, bueno, en realidad donde Sol descubrió a Luna porque ésta hacía tiempo que le venía observando.
Pero cuando Sol la conoció quedó totalmente desconcertado. Era lo más opuesto a lo que él siempre había conocido y sin embargo, no podía dejar de mirarla. Veía como hablaba con unos y con otros, siempre estaba sonriendo, alegre, desenfadada. Parecía que nada le incomodase o le hiciese temer que se burlasen de ella. Le daba igual ganar que perder, es más, parecía que cuando perdía algún juego se reía mucho más, como si le divirtiera más que fueran otros los que ganaran. El, que cada vez que participaba tenía la responsabilidad de vencer, de ser el número uno, de demostrar su fuerza y valor por encima de los demás. El, que se sentía prisionero de su posición, miraba con admiración y también con envida, a aquella muchacha desenfadada y alocada que no hacía más que disfrutar.
Sol empezó a apuntarse a los juegos y actividades en las que sabía que Luna participaría. Así pudo estar cerca de ella y de forma natural se empezó a fraguar una amistad profunda entre ambos. Sol enseñó a Luna muchas cosas, le enseñó a manejar las armas, a concentrar su mente, a controlar su cuerpo. Luna, a cambio, le enseñó a disfrutar sin hacer nada, a permanecer largos tiempos escuchando el murmullo del río, o el canto de los pájaros. Le enseñó a cantar, a reír, a arriesgarse a entrar en sitios del bosque donde nunca nadie antes había entrado. Y despertó en él la necesidad de descubrir espacios nuevos, formas de vidas nuevas.
Un día Luna compartió con Sol su tesoro más preciado y le llevó al bosque junto a su otra familia, los lobos. Le presentó a la pareja sagrada y a sus descendientes, le enseñó sus costumbres, sus lugares de caza y lo más preciado que tenían, sus cachorros. Sol quedó enamorado de los Lobos, y cuando le preguntó a Luna por qué había tardado tanto tiempo en llevarle, ésta sólo respondió: "porque aún no sabías jugar".
Luna y Sol fueron creciendo y todos se acostumbraron a verlos siempre juntos.
Dice la Leyenda que desde que en el pasado Sol y Luna se unieron abrieron el camino para que los opuestos puedan relacionarse, porque todos tenemos a un Sol y a una Luna dentro de nosotros, y mientras no unamos esas dos partes, nunca estaremos completos.